Hay algo casi poético en cómo Vinícius Jr convierte un partido de fútbol en un campo de emociones sin filtros. En Getafe, en apenas media hora, fue capaz de encender la chispa del deporte más pasional del planeta y reabrir una discusión que trasciende el césped: ¿por qué el brasileño genera tanto amor y tanta irritación al mismo tiempo?
El episodio es conocido: salió desde el banquillo, agitó el juego, provocó dos expulsiones rivales y cerró otra victoria del Real Madrid. Pero lo que deja huella no fue el resultado, sino la tormenta que vino después. “Por eso te odia todo el mundo”, le lanzó un futbolista rival. Una frase que resume, con brutal sinceridad, el dilema Vinícius.
En lo estrictamente deportivo, su impacto es indiscutible. Xabi Alonso lo administra con frialdad, sabiendo que su desequilibrio es un arma que pocos defensas pueden contener. Las estadísticas le respaldan, y los entrenadores rivales reconocen que basta una arrancada suya para quebrar el plan más sólido. Sin embargo, el ruido se apodera de todo. Las miradas dejan de seguir la pelota y apuntan directo a cada gesto, a cada palabra. Porque con Vinícius, hasta un simple “buen cambio” puede convertirse en titular de portada.
Esa mirada selectiva tiene raíces más profundas. En España, el trato que recibe Vinícius no es el mismo que se concede a otros talentos jóvenes. Lamine Yamal, por ejemplo, disfruta de una indulgencia mediática que el brasileño jamás ha tenido. Lo dijo el periodista Nacho Peña con crudeza: “Se le perdonan actitudes que a Vini le costarían una semana de polémicas”. Y es que Vinícius trae consigo dos cosas que incomodan al fútbol tradicional: autenticidad y desobediencia.
Pero también hay autocrítica pendiente. Su temperamento lo traiciona. Lo reconocen viejas glorias como Rafael Martín Vázquez o Jorge Valdano, quienes piden madurez y mesura. “Perjudica su imagen y la del club”, señaló el exmadridista. En parte tienen razón: la élite no perdona los gestos de rebeldía si no vienen con un escudo que los haga digeribles. Vinícius, sin embargo, juega en otro código: el de quien creció siendo criticado por bailar y aprendió que su alegría es su trinchera.
Ahí está su contradicción: el futbolista que quiere ganar con la sonrisa de un chico de barrio y la presión del símbolo global que no puede equivocarse. Y quizá por eso, cuando Vinícius provoca, grita o responde, no solo muestra carácter: reivindica el derecho a ser humano dentro del coliseo mediático.
El fútbol necesita villanos, pero Vinícius no lo es. Es, quizá, el espejo más incómodo del juego contemporáneo: aquel en el que se reflejan los prejuicios, las contradicciones y las pasiones de una sociedad que sigue buscando un motivo para señalar al que no se parece al resto. Tal vez en eso radique su grandeza: en recordarnos que el fútbol, para ser verdadero, no tiene por qué gustar a todos.
Imagen por. AP Europa






